lunes, 30 de julio de 2012

Recomendación 2: El olvido que seremos

Conocí al escritor colombiano Héctor Abad Faciolince, por una declaratoria a favor de las mujeres que circuló por correo electrónico hace años. Se llamaba Elogio de la mujer brava. Él se incluía en ese 96% de hombres machistas que ven como una amenaza a la mujer que no es condescendiente ni sumisa, y eso me pareció valiente de su parte. Investigué quién era y descubrí que escribía para la revista Semana y para el diario El Espectador. Empecé a seguir sus columnas, pero poco sabía de sus libros.

Un día, durante una conversación con la escritora guatemalteca y amiga, Gloria Hernández, habló tan entrañablemente acerca del libro El olvido que seremos, escrito por Héctor, que picó mi curiosidad. Y estuve receptiva a su sugerencia en buena época, pues tenía presupuesto disponible para comprarlo (sobrepasa los Q200).

No quise averiguar de qué se trataba, ni quise leer la solapa. Me dejé sorprender y fue la decisión más acertada que tomé -instintivamente-. Así que, si ustedes son como yo, no lean lo que sigue abajo porque puedo ser demasiado reveladora.

Todo el libro es un testimonio póstumo de la vida de Héctor Abad padre, contado obviamente por su hijo. Hasta aquí, no hay nada sorpresivo. Pero al continuar, uno se va metiendo en las interioridades de una vida dedicaba a cuidar los intereses de las áreas marginales, para que no vieran afectada su salud. Él era un médico, y no le importaban los partidos políticos ni quedar bien con nadie, por lo que denunciaba las injusticias desde su cátedra universitaria o desde un programa de radio. Por eso, el libro contiene fuertes reclamos a personas específicas por haber interrumpido la vida de este hombre (cosa que se anuncia desde la contratapa). El autor ordenó cronológicamente los recuerdos que tenía de su padre y le agregó investigación que hizo para que lectores como yo, que no lo conocían, tuviéramos el contexto bastante claro. Todas sus palabras son amorosas y entrelíneas, se puede sentir cómo lo extraña todavía.

Uno no puede evitar sentirse ofendido como el hijo, querido como el hijo, abrazado, perdonado, regañado y comprendido... Al final, es imposible no quedar con una súplica en la garganta: "¡Quiero un papá como él!" o resentir más fuertemente una crianza basada en el amor, guiada con paciencia por esa figura masculina que suaviza los problemas existenciales con un abrazo apretado... A mí se me llenaron los ojos de lágrimas durante muchos capítulos.

En esta ocasión, las frases que dejé marcadas son las que más me afectaron, las que me golpearon un poquito el corazón:

"Los padres no quieren igual a todos los hijos, aunque lo disimulen, sino que en general quieren más precisamente, a los hijos que más los quieren a ellos, es decir, en el fondo, a quienes más los necesitan".

"No es que uno nazca bueno, sino que si alguien tolera y dirige nuestra innata mezquindad, es posible conducirla por cauces que no sean dañinos, o incluso cambiarle el sentido. No es que a uno le enseñen a vengarse (pues nacemos con sentimientos vengativos), sino que le enseñan a no vengarse. No es que a uno le enseñen a ser bueno, sino que le enseñan a no ser malo. Nunca me he sentido bueno, pero sí me he dado cuenta de que muchas veces, gracias a la benéfica influencia de mi papá, he podido ser un malo que no ejerce, un cobarde que se sobrepone con esfuerzo a su cobardía y un avaro que domina su avaricia".

"Abrir los cajones es como abrir rendijas en el cerebro del otro: qué era lo que más quería, a quién había visto (según las citas de su agenda o los apuntes de un cuaderno), qué había comido o comprado (recibos de almacenes, extractos de tarjetas de crédito, facturas), qué fotos o recuerdos atesoraba, qué documentos tenía expuestos y cuáles en secreto".

"La felicidad está hecha de una sustancia tan liviana que fácilmente se disuelve en el recuerdo, y si regresa a la memoria lo hace con un sentimiento empalagoso que la contamina y que siempre he rechazado por inútil, por dulzón y en últimas por dañino para vivir el presente: la nostalgia".

"La cronología de la infancia no está hecha de líneas, sino de sobresaltos. La memoria es un espejo opaco y vuelto añicos, o, mejor dicho, está hecha de intemporales conchas de recuerdos desperdigadas sobre una playa de olvidos".

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