jueves, 2 de mayo de 2013

Recuerdos sobre ruedas

Algo tiene el sonido de las piedrecitas reventándose con el rodar de las llantas. El polvo que se arrastra, las zanjas que se sortean con leves timonazos y ese sonido tronador... algo tiene esta experiencia que, para muchos, no será la gran cosa. Sin embargo, a mí me reconforta.

Ha de ser porque me dan las mismas sensaciones de cuando era niña y visitaba a mi abuelita, en Rabinal. Mis tías hacían la mayoría de trayectos en una bicicleta con llantas delgadas y manillar hacia abajo, de las que te obligan a poner el torso en paralelo con el marco. Pocas veces las acompañé sentada en el tubo mientras ellas pedaleaban. Seguramente mi tamaño era el adecuado, pues mi mente no tiene registro de incomodidades. Más bien creo que se combinaban en mi corazón infantil, el susto con la alegría.

En el Rabinal de aquel entonces, no había caminos pavimentados ni de concreto. Todo el terreno era de arcilla y estaba bastante erosionado. Las angostas zanjas que dejaba el paso de la lluvia nos hacían rebotar sobre el sillín. Todavía no sé cómo nunca nos accidentamos, especialmente en aquella bajada en la que yo veía volcanes y por la que mis tías pasaban la bicicleta con la habilidad de quien conduce en lo plano.

Tenía tan engavetada esta experiencia sensorial, que me sorprendió ayer, cuando salí a explorar los alrededores de mi nuevo refugio. Ahora que tengo mi propia bicicleta, debo repetirla más seguido. Había olvidado que mientras el viento azota sus brazos en mis oídos, tengo la certeza -y la disfruto- de que solo existimos mi juguete, las aves, los árboles, las piedras, las cigarras y yo.

Ahora no pedalean mis tías, ni voy sentada en el tubo, y mi tamaño es más grande que el de mis recuerdos, pero puedo volver a cerrar los ojos y sonreír con esa misma mezcla de susto y alegría, como cuando era niña.

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