miércoles, 10 de octubre de 2012

El día que no tuve miedo

En un semáforo en rojo, alejada de la esquina, detuve mi carro sobre el carril izquierdo. Al poner la palanca en neutro, respiré hondo (como siempre me sucede en los semáforos en rojo) y sentí movimiento en el reflejo de mi espejo izquierdo.

Un muchacho de unos 20 ó 25 años venía caminando debajo de la acera, muy juntito a los carros que estábamos en fila. De inmediato lo etiqueté. "Es un pegamentero", pensé, pues su andar apresurado y eléctrico, delataba cieta desesperación. Talvez buscaba más pegamento para aliviar el hambre. Nunca lo sabré. Como tampoco sabré qué quería cuando golpeó mi ventanilla con su mano empuñada.

Algo balbuceaba, frases inentendibles cuya insistencia parecía exigir mi atención. Se activó mi inconsciente y puso mi vista fija hacia al frente. (Si hacía algunos meses estaba segura de que el polarizado ocultaba mi rostro, en este momento me di cuenta de lo equivocada que estaba.) El muchacho, ante mi falta de reacción, se movió hacia el windchill y se sacó de la cintura una pistola como la de la foto.

Aparenté que él era invisible y que no estaba sucediendo nada de eso. Él me mostraba el arma como si le presumiera a un amigo suyo "mirá lo que tengo". No llegó a apuntarme con ella. Nunca hice contacto con sus ojos. No vi su rostro, pero sí sentí su nerviosismo, su miedo. Mientras tanto, mi inconsciente me repetía con toda la calma del mundo: es una pistola de juguete. Creo que sonreí.

Ya que no consiguió nada conmigo (sigo sin entender qué quería) se retiró, cabizbajo, pero con ese andar eléctrico que le vi al principio. Se perdió de mi vista, rumbo al mercado.

Dos o tres segundos después, el semáforo cambió a verde. Di la vuelta hacia la avenida y sentí cómo mis ojos se hicieron redondos: ¿y si no era una pistola de juguete?

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