martes, 16 de junio de 2015

Orgullo agradecido

Desde hace dos días que los tomates en la refri dejaron de ser del supermercado. Llevamos acumulados como diez tomatitos, redondos y rojos, que hemos ido cortando de nuestras propias matas, sembradas en el jardín de enfrente.

A la par, del lado izquierdo, crecen chiles pimientos y jalapeños. A la derecha, fresas. Enfrente, dos tipos de menta, un palo de limones y otro de naranjas. En otra camita, alejados del sol directo, crecen el orégano y tomillo, junto al culantro y perejil.

No hemos tenido suerte con la espinaca, lechuga y brócoli, pero estamos aprendiendo.

El solo hecho de hacer esta lista me produce cierto orgullo, y todavía más cuando cocino lo que cosechamos. Además de saber que logramos esos frutos, sé que estamos comiendo sin pesticidas, petróleo, ni estamos promoviendo la explotación de nadie.

En cuanto podamos, intentaremos sembrar zanahoria, papa, cebolla y güicoyitos. Mientras tanto, espero con mucha emoción nuestras manzanas, peras y duraznos que no saldrán este año porque los palitos son muy jóvenes.

Esta es la primera vez que me atrevo a hacer algo como esto. Yo siempre pensé que era de esas mujeres a las que se les morían las plantas. Pero claro, también pensaba que no me gustaba cocinar y ahora, hasta horneo mi propio pan...

En estos dos últimos años, la vida se ha encargado de demostrarme lo equivocada que estaba con respecto a muchas cosas. Y por eso, me siento muy muy agradecida.

lunes, 8 de diciembre de 2014

Ocho meses a cambio de una hora

De un día para otro la vida nos sorprende con gozos y tristezas que cambian nuestros sueños, nuestros planes. Y ante esas sorpresas nos sentimos vulnerables, inyectados de adrenalina, o con la duda de cómo reaccionar para asimilarlas.

Pienso, por ejemplo, en cómo habrán reaccionado los familiares de esos cuatro niños que comieron sopas instantáneas una noche y que al día siguiente se alistaban para sus funerales y entierros. Pienso también en esa tarde en la que se me ponía la piel de gallina leyendo en Facebook que Juan Carlos había muerto, cuando apenas unas horas atrás me estaba mandando sus abrazos por Skype.

Pienso en mi Mateo, en lo feliz que me sentí aquel mediodía que le canté la canción que le hice, la que a mí me daba esperanzas y a él lo hacía patear y moverse en mi panza. Pienso en el miedo del primer calambre al final de la cena y en cómo dudamos con su papá si nos íbamos al hospital o dejábamos de alarmarnos. Pienso en el momento en el que, desde la camilla, conectada a todas esas cosas sin nombre, tomé la cara de mi esposo para confesarle que no estaba lista para lo que venía. Pienso en sus lágrimas cuando Mateo salió de entre mis piernas y nos sorprendió sobre mi pecho con su débil llanto.

Pienso en esos ocho meses en los que le di vida a Mateo sabiendo que él, a cambio, nos daría apenas unos minutos, una hora. Pienso en su piel tan suavecita, en el calor que poco a poco se fue enfriando, en sus piernas blandas y su enorme torso, en su pelo abundante y su nariz redonda. Pienso en la belleza que su papá y yo fuimos capaces de crear. Pero también pienso en lo diferente que se veía Mateo en el pequeño ataúd, en el frío que hizo ese día en el cementerio, en los sollozos que oía a mis espaldas.

Pienso que valió la pena haber decidido esperar tantos días por ese momento, esa pequeña alegría de verlo, olerlo, abrazarlo, aunque sea una hora, y de llorarlo todo lo que lo he llorado. Porque gracias a esa hora de vida su papá y yo valoramos cada día los momentos de gozo, porque reconocemos que no hay certezas para el mañana y que, a pesar de no tenerlas, nos hace bien seguir haciendo planes, seguir soñando en medio del dolor y la tristeza. Esa es la única manera de reaccionar que hemos encontrado para sobrevivir a las sorpresas.

lunes, 15 de septiembre de 2014

Hace un año

Hace un año estaba sentada frente a esta misma mesa, pero en un apartamento diferente. Estaba en mi cajoncito de piedra, aislada de mi familia, de mi país, de mis amigos… Estaba contenta porque al fin tenía mi propio espacio, al fin se empezaba a construir en mi cabeza una idea de lo que podría alcanzar en esta nueva aventura que emprendía. Al fin me estaba creyendo lo que me pasaba. Se estaba haciendo concreto.


Hace un año caminé por calles extrañas, solitarias pero tranquilas, amplias, con nombres raros. Llovió toda la noche y temprano brillaban las banquetas desde sus charquitos. El olor a creosota me empezaba a ser familiar. Recuerdo que me sentí muy feliz. Tenía la sensación de estar estrenando. Y claro, estaba estrenando vida.

Sin darme cuenta estaba regresando a mis orígenes, a mi verdadero yo, sin maquillaje, sin zapatos altos, sin esconderme de nada, sin avergonzarme de nadie, con una sonrisa nueva, y mucho-mucho cansancio físico. Yo caminaba a todas partes. Me asustaba lo lejos que quedaba todo, la poca sombra que había para descansar del sol; me asustaban las ampollas en los pies, ver mi piel más oscura, mis ojeras en el espejo, mis huesos. Y sin embargo, me sentía satisfecha.

Todo es diferente ahora. Dejo a medias lo que empecé hace un año. Voy hacia otra ciudad, a empezar la vida que inconscientemente he querido desde que tenía 30 años, pero voy a vivirla de urgencia.

Hace un año no podía imaginarme aquí, transitando estos caminos tan rectos y largos, acarreando muebles, maletas, angustias, incertidumbres.



sábado, 19 de abril de 2014

La lluvia en el desierto

Aquí llueve una o dos veces al año. Yo estuve en una de esas veces, que duró un par de días, y casi paralizó a una ciudad desacostumbrada al agua. Arrastró arena, creó ríos del color del café con leche, y generó enormes charcos que nunca tuvieron a dónde ir, más que de regreso a las nubes. Esa vez, en septiembre del año pasado, hubo tormenta eléctrica y viento y susto.

Este año, en cambio, he experimentado dos promesas de lluvia que se esfuman en un par de minutos. Y yo brinco de la alegría, cuando empieza a gotear, y corro a la ventana a ver caer el agua -o el granizo-, y cuando saco mi cámara para registrar el momento, el momento ya se fue.

Sí... extraño ver, oler y oír llover. Afortunadamente faltan apenas dos o tres semanas para estar cerca de la lluvia otra vez.

martes, 4 de febrero de 2014

¿A qué huele la vida?

Todas las mañanas, tres botellas de vino con sus respectivos manojos de margaritas amarillas me dan los buenos días. A veces el sol las acompaña; otras veces se esconde detrás de nubes grises. Las margaritas, sin embargo, están siempre con sus pétalos abiertos, viendo hacia afuera. Parece que cada uno de ellos fuera un brazo... muchos brazos... muchos abrazos.


Enfrente de ellas, en este pasillo en el que escribo, una estantería metálica sostiene siete macetas coloridas: maranta roja, romero, claveles corintos, begonias, splash rosada, aloe y una enredadera de hojas picudas. Más allá, a mis espaldas, y guardado como un dulce secreto, un palo de limón empieza a florecer.

Este nuevo año mi vida está pintada de amarillo y verde, y tiene un intenso olor a romero, cítricos y tierra mojada. ¿A qué huele la tuya?


viernes, 1 de noviembre de 2013

Barrilete*


Si yo fuera un barrilete como este, me iría volando hasta Nueva York ahora mismo. Me soltaría con un ventarrón, como esos que arrancan la ropa del tendedero aunque mi mamá les ponga ganchos. Para no caerme al agua, podría brincar de una nube a otra. Al fin y al cabo Estados Unidos no está tan lejos de aquí. Llegaría el mismo día.
Foto: Moisés Castillo
Mi papá dice que lo primero que hay que hacer es besar el suelo del “país de las oportunidades”. Pero si los barriletes tocan el suelo, no vuelven a volar. Tal vez sería mejor besar uno de esos edificios gigantes. O me iría directo al hospital. ¡Ja! Me metería por una ventana para buscar aquella sala con videojuegos y paredes de colores.
A mí me gustó; casi me babeo la camisa cuando los doctores me contaron que ahí podía pasar mi tiempo de recuperación. Hasta podría echar un vistazo a las habitaciones de las chicas. No estaban nada mal, especialmente aquella del pañuelo verde en la cabeza… Si tan sólo no me hubiera tirado esa mirada… ¡Me jode! Allá o aquí, siempre me ven como si les diera asco.
Pensándolo bien, creo que ser un barrilete no es muy útil que digamos. Mejor sería que los sueños se hicieran realidad al día siguiente que uno los sueña. A mí, de tanto tener el mismo sueño, ya me hubiera sucedido muchas veces: voy al baño, y cuando enciendo la luz veo en el espejo la cara de un actor guapo de telenovela, de esos que hacen que las nenas griten de emoción. Desaparece esta máscara, no hay rastro de cicatrices, todo está en su lugar; como si no hubiera existido aquel animal maldito. ¿Le habrá gustado mi carne? ¿Cómo habrá sido mi nariz, si la tuviera? ¿Se parecería a la de mi papá o a la de ese tipo de mi sueño? Con una cara completa me hubiera ligado a la chica del pañuelo en un dos por tres.
Después de la operación, tengo que preguntarle a mi papá cuál es la mejor línea para tirarle a alguien como ella. Por fin se terminarán estos 12 años con máscara.
¡Uy, el barrilete está dando vueltas! ¿Qué me dijo mi papá? “Enrollar y jalar”, sí. Enrollo y jalo. Enrollo y jalo. ¡No funciona! ¡Se está cayendo! ¿Qué estaré haciendo mal? No puede ser. ¡Los barriletes no pueden caer al suelo!

*Basado en el cuento Ysrael, de Junot Díaz.

miércoles, 30 de octubre de 2013

Busco me

Sólo nos quedan unas semanas para terminar el semestre y todavía no me acostumbro a la idea de vivir en otra ciudad. Hay mañanas en las que veo a través de la ventana y me pregunto cómo llegué hasta aquí. ¿De verdad está sucediéndome esto o sólo lo estaré soñando? Otros días siento que estoy en El Paso desde hace un año.

Cuando apliqué para ingresar a este programa, no esperaba que me aceptaran. Así que, el día que recibí la noticia me costó mucho creerlo y asimilarlo. Pensaba que algo iba a suceder y que mi viaje sería imposible, no sé, me rechazarían la visa, no encontraría boleto de avión, no tendría suficiente dinero... Por eso, cuando por fin vine, no fue sino hasta que encontré mi apartamento, lo amueblé y empecé a vivir en él, que empecé a asimilar una pequeña parte de toda esta conmoción geográfica y emocional.

Anoche me preguntaron ¿a qué veniste realmente? Y, después de un minuto de pensarlo, pude responder: a terminar mi novela. ¿Necesitaba una maestría para eso? No. Pero sí necesitaba tiempo, distancia, cerrar puertas y abrir otras.

Mientras lo logro, estoy en esa etapa a la que se refiere Bebe en una de sus canciones: "Yo soy una montaña rusa que sube, que baja, que ríe, que calla, confusa... Me dejo llevar por lo que los días me quieran mostrar". Y este revoltijo me está obligando a escribir.

jueves, 5 de septiembre de 2013

Empezar de cero

Uno vive la vida armándose y desarmándose muchas veces. El ser humano tiene esa increíble capacidad de volverse a construir después de los asaltos más salvajes. ¿Y entonces por qué no iba a poder yo?

Pienso en eso, ahora, porque me encuentro frente a la octava mudanza, en trece años. He vivido en casas y edificios antiguos del Centro Histórico de Guatemala, con mi familia, sola, con algunas amigas... Y cada vez que lo he hecho ha sido con el objetivo de estar mejor, ya sea económica o emocionalmente, pero siempre he perseguido ese propósito. Las veces que no lo logré, simplemente volvía a comenzar un nuevo proceso de retirada.

En esta ocasión la gran diferencia está en que, no tengo muebles para trasladar en el picop de mi amigo Jorge, ni bolsas de ropa qué meter en mi carro (lo vendí hace dos meses). No tengo a mi bicicleta cerca, ni tampoco mis trastos, mi refri o mi estufa. Mis sobrinos ya no están al alcance de un timonazo, ni mis papás a la vuelta de un almuerzo. Mis hermanas no pueden compartirme sus penas y aventuras por teléfono. El shitzu que me divertía con sus ocurrencias diarias tampoco pudo acompañarme... Empiezo a vivir en una ciudad fronteriza, lejos de todo lo familiar y de todo lo mío; donde se habla otro idioma, rigen otras leyes, las distancias son más largas para el peatón (se miden en millas y no en cuadras) y se respira otro aire (el acondicionado).

Afortunadamente no siento miedo. Nervios, sí, pero de aquellos que se experimentan cuando se empieza la relación con un novio: hay mucha ilusión y alegría detrás de ellos.

Estoy empezando de cero. Y esta aseveración, en cuestión de días, también se referirá a mi cuenta bancaria. Pero ¿saben qué? no hay nada como disfrutar esta sensación de haber sobrevivido y compartirla para ayudar a construirme de nuevo.


lunes, 19 de agosto de 2013

El libro marcado

De mi vida colegial y universitaria recuerdo a muy pocos maestros; los más recurrentes en mi memoria son aquellos que me hicieron o dijeron algo feo. Como aquella señora de quinto primaria que, ante mi negativa de usar las calcetas altas, me aseguró que mi tobillo quedaría para siempre marcado con una "grada", por insistir en llevar las calcetas dobladas. O aquella otra que castigó a mi hermana Karina el día de su cumpleaños número 8 por no llevar el uniforme, sino el "estreno" que le compraron mis papás. Y, ya en la Universidad, mi asesora de tesis que nunca respondió mis llamadas después de haberle entregado el borrador.

Fue hasta el año 2009 que mi mala racha terminó. Conocí a la escritora Gloria Hernández, cuando ingresé a su Taller de Escritura Creativa. De manera sutil, sin prisas, ni más instrucciones que hacerle caso a lo que revoloteaba adentro de mí, pudo guiar mis garabatos hacia la ficción. Apenas unas semanas después, al leer uno de mis relatos cortos, me anunció: "quiero publicarlo". Todavía no puedo leer en voz alta ese cuento sin que se me quiebre la voz, por todo lo que representa en mi vida: se estaba cayendo el miedo, la incredulidad, y se empezaba a construir la fe en mí misma.

Hace algunos días recibí de Gloria otro regalo. Ese gesto lo recibió de su propio maestro, el recientemente fallecido escritor Marco Antonio Flores y ella lo replicó conmigo. Es un libro marcado; uno que me será de mucha utilidad. Se titula "La escritura como búsqueda". ¡Quién mejor que ella para saber lo que me puede servir en este mundo de las letras! Y lo más importante es que tiene sus subrayados, sus observaciones, su letra escrita con la emoción del momento en que leía.

Este libro marcado, no sólo dejará huella en lo académico, sino también en lo personal. Hay marcas que me hacen sentir identificada con ella. Confieso que en muchas ocasiones me vi reflejada en las anécdotas que contaba, en sus miedos, sus recuerdos, sus descubrimientos, su historia de amor...

Tengo tanto qué agradecerle a Gloria, mi maestra y amiga, que no podía dejar de escribir acerca de ella en esta pequeña colección de alegrías.



viernes, 19 de julio de 2013

Una tarde en el parque

Con una piedrita blanca Andrés me ayudó a dibujar sonrisas en los rostros de nuestra familia numerosa.