miércoles, 24 de octubre de 2012

10 pequeñas alegrías

1) Dormir de corrido hasta que llega la mañana.
2) Oír cómo cantan los gallos en la ciudad.
3) Que alguien me prepare un rico café.
4) Recibir un abrazo apretado.
5) Compartirle a alguien la canción que amanecí cantando.
6) Hacer reír a mi mamá.
7) Tachar muchos pendientes.
8) Oír a los pájaros cuando se preparan para dormir mientras regresan a los árboles.
9) Una sesión de cariños en la espalda antes de cerrar los ojos.
10) Reírme mucho en mis sueños.

martes, 23 de octubre de 2012

Lejos de aquí

Hay personas, situaciones o ruidos que amenazan con torturar mi cabeza y convertirme en un monstruo energúmeno.

Tengo solo dos opciones para lidiar con ellas: 1) Tomar esa caparazón llamada audífonos, encerrar mi cabeza ahí adentro y escaparme por un momento a otro mundo. En este punto también existe la posibilidad de tomar entre mis manos el libro de más reciente adquisición, que funciona como igual medio de transporte. 2) Enfrascarme en una batalla cuerpo a cuerpo, o en una discusión acalorada con aquel agente que osa perturbar mi paz mental o eliminar mi sonrisa.

Lamentablemente, mis fuerzas no dan para la opción dos. Llamémosle evasión, cobardía, miedo, cansancio, resignación... O bien, veámoslo nada más y nada menos como la plena confianza en que existe la Ley de causa y efecto y que, por ende, la vida le cobrará a aquel "malhechor" su cuota de responsabilidad.

Mientras la Ley entra en acción, yo intento bailar, cantar o divertirme en un lugar muy alejado de la amargura y las malas intenciones. Prometo que lo intento.

miércoles, 10 de octubre de 2012

El día que no tuve miedo

En un semáforo en rojo, alejada de la esquina, detuve mi carro sobre el carril izquierdo. Al poner la palanca en neutro, respiré hondo (como siempre me sucede en los semáforos en rojo) y sentí movimiento en el reflejo de mi espejo izquierdo.

Un muchacho de unos 20 ó 25 años venía caminando debajo de la acera, muy juntito a los carros que estábamos en fila. De inmediato lo etiqueté. "Es un pegamentero", pensé, pues su andar apresurado y eléctrico, delataba cieta desesperación. Talvez buscaba más pegamento para aliviar el hambre. Nunca lo sabré. Como tampoco sabré qué quería cuando golpeó mi ventanilla con su mano empuñada.

Algo balbuceaba, frases inentendibles cuya insistencia parecía exigir mi atención. Se activó mi inconsciente y puso mi vista fija hacia al frente. (Si hacía algunos meses estaba segura de que el polarizado ocultaba mi rostro, en este momento me di cuenta de lo equivocada que estaba.) El muchacho, ante mi falta de reacción, se movió hacia el windchill y se sacó de la cintura una pistola como la de la foto.

Aparenté que él era invisible y que no estaba sucediendo nada de eso. Él me mostraba el arma como si le presumiera a un amigo suyo "mirá lo que tengo". No llegó a apuntarme con ella. Nunca hice contacto con sus ojos. No vi su rostro, pero sí sentí su nerviosismo, su miedo. Mientras tanto, mi inconsciente me repetía con toda la calma del mundo: es una pistola de juguete. Creo que sonreí.

Ya que no consiguió nada conmigo (sigo sin entender qué quería) se retiró, cabizbajo, pero con ese andar eléctrico que le vi al principio. Se perdió de mi vista, rumbo al mercado.

Dos o tres segundos después, el semáforo cambió a verde. Di la vuelta hacia la avenida y sentí cómo mis ojos se hicieron redondos: ¿y si no era una pistola de juguete?

martes, 9 de octubre de 2012

Andrés y el viento alarma

Andrés me prohibió bajar los pies del sillón. Si los bajaba corría el riesgo de quemarlos en ese fuego en el que se había convertido el piso. Su trágica imaginación me puso nerviosa. Me vi abrazando mis piernas sobre el asiento, mientras él brincaba de un sillón a otro explicándome en dónde había construido puentes para evitar quemaduras. Su amigo, un pájaro celeste en patineta, había sido el primer rescatado del día. Lo puso a salvo sobre las tablas de una silla.

Entonces, le señalé el cielo y le hice ver que podríamos salvarnos del fuego si aquella nube oscura soltaba la lluvia que tenía adentro. Cuando el viento empezó a soplar, le expliqué que ese era el aviso que anunciaba al aguacero. Pero me corrigió. Me dijo que así no era, que se llamaba "viento que sopla para avisar que ya falta poquito".

Con esta memoria que tengo, tuve que preguntarle tres veces por el nombre, porque quería apresurar aunque sea a una llovizna para que apagara el fuego debajo de nuestros pies. Entonces, acordamos ponerle un nombre corto, "viento alarma".

Para cuando empezó a llover, ya habían pasado un par de horas y su imaginación ya se había mudado de mundo. Ya no había fuego ni puentes. Estaba ocupado matando extraterrestres.