miércoles, 22 de mayo de 2013

El amigo que se va

Mi hermana Karina, sabia ella, casi me impuso la misión de rescatar a un perrito, en enero pasado. Desde hacía años me había recomendado tener como compañía a un adorable shitzu, pero nunca le hice caso. Me convenció de tener uno, el día que me mandó las fotos de este pequeño ser desnutrido y sin pelo, que miraba a la cámara con expresión de súplica.

Cuando llegó iba acompañado de vitaminas para recuperar su peso normal, un hongo en su piel que le afectó sus ojos, y sus ánimos completamente caídos. Me lo entregaron con un sudadero de niño, porque estar sin pelo lo hacía vulnerable a las noches frías. Se me hizo muy difícil imaginar a la persona capaz de permitir que llegara él a esas condiciones. No faltaba mucho para que muriera en su propia casa.

Otra de mis hermanas, Anita, lo bautizó como Ringo. Todavía no sé bien por qué, pero a mí me pareció gracioso y así lo llamé desde entonces.

Yo no hice nada extraordinario. Sólo le di de comer y le eché gotitas en sus ojos. Eso bastó para que, a los pocos días, recorriera la casa entera y nos moviera la cola en señal de que había regresado a la vida. Su piel se veía rosada y dejó de escamarse. En cuestión de semanas se notaba que su salud estaba mejorando.


Así conocimos su verdadera personalidad: cariñoso, juguetón (se entretenía con pelotas, con su plato para comer, con cualquier trapo colgante y con una chihuahua adulta que ya teníamos) y muy temeroso a la soledad del jardín.

Leyendo un poco acerca de los shitzu comprendí que les gusta mucho acompañar a sus dueños dentro de la casa, pero habían ciertas reglas que tenía que cumplir si quería tenerlo conmigo; dejarlo en el jardín era una de ellas. Es que, lamentablemente nunca le enseñé bien a no hacer sus marcas territoriales en otro lugar que no fuera la pata del sillón, el zócalo de madera cerca de la cocina o cualquier bolsa plástica que encontrara en el piso.


Así, el Ringo nos acompañó en nuestra mudanza a una nueva casa, en la que estamos desde marzo. Esto nos dio la oportunidad de empezar a crear nuevos hábitos con respecto a sus necesidades fisiológicas. Pero, el cambio más importante que pudimos hacer fue tenerlo adentro con nosotros. He disfrutado de su compañía mientras escribo, me sonrío de inmediato cuando responde a mis buenos días con un saludo en dos patas, descubrí su habilidad para asirse de mi mano como si fuera un niño, lo cargo como si fuera bebé...

Pero ahora que sí puede estar adentro, surgió un nuevo problema. El más viejo de nuestros amigos, un pekinés llamado Peluche, le gruñe ante cualquier acercamiento. Debido a esa amenaza, Ringo se defiende y se enfrascan en una pelea que nos angustia. El Peluche, a quien la vejez le produce temblor de patas traseras, sordera y miopía, lleva las de perder. Ha tenido que recibir atenciones médicas dos veces.

Entonces, hemos decidido que alguien más cuide de Ringo. Mi hermana Karina, de nuevo al rescate, le consiguió otro hogar, en el que también hay un shitzu como él. Este será su último fin de semana con nosotros.

No podía dejarlo ir sin escribir acerca de su paso por mi vida: me inspiró en la creación de un personaje en una novela para niños que estoy trabajando. Ese será mi regalo de agradecimiento, inmortalizarlo en una historia.

Adiós Ringo. Creo que nos hicimos bien mutuamente.


ACTUALIZACIÓN: Después de que mi familia leyera este post, mi mamá decidió que con algunos esfuerzos podíamos lograr que los dos perros sobrevivieran en esta misma casa, juntos pero no revueltos. Es decir, Ringo se quedó con nosotras :-)

martes, 7 de mayo de 2013

El oficio de escribir: Hombres Vs Mujeres

En estas explicaciones se demuestra esa cualidad práctica de la naturalez masculina, así como la carga emocional de la naturaleza femenina. ¿Con cuáles declaraciones te identificas más?

Milán Kundera
Escribo por el placer de contradecir y por la felicidad de estar solo contra todos.

María Zambrano
Escribir es defender la soledad en que se está; es una acción que sólo brota desde un aislamiento efectivo, pero desde un aislamiento comunicable, en que precisamente por la lejanía de toda cosa concreta se hace posible un descubrimiento de relaciones entre ellas. Pero es una soledad que necesita ser defendida, que es lo mismo que necesitar de una justificación. El escritor defiende su soledad, mostrando lo que en ella y únicamente en ella se encuentra.

Adolfo Bioy Casares
Yo escribí para que me quisieran: en parte, para sobornar, y, también en parte, para ser víctima de un modo interesante. Para levantar un monumento a mi dolor y convertirlo, por medio de la escritura, en un reclamo persuasivo.

Carmen Martín Gaite
La tarea del escritor es una aventura solitaria y conlleva todos los titubeos, incertidumbres y sorpresas propios de cualquier aventura emprendida con entusiasmo.

Efraím Medina
Uno se mete a escribir porque no fue capaz de pegarle a un chofer que lo puso en evidencia, porque no destrozó los platos en un restaurante, porque no se enfrentó a un policía loco que insultaba a su novia, porque no le dijo a su madre lo mucho que la amaba y detestaba, porque no escupió a un profesor que decía que la tierra era redonda, porque se dejó ganar el puesto en la fila del cinema, porque no tiene oficio ni beneficio, porque piensa que es una forma fácil de hacer fama y dinero, porque si lo hacen mamarrachos como García Márquez y Mutis uno también puede hacerlo, porque no es bueno para los números, porque no quiere ser médico ni abogado, porque está ardido, porque odia a la gente y quiere insultarla. Uno se mete a escribir porque una chica linda le dijo que le gustaban los escritores, porque necesita una coartada para no trabajar, porque lo hace sentir superior (…)

Rosa Montero
Estoy convencida de que escribo para darles al mal y al dolor el sentido que sé que no tienen. Escribes para poder hacer habitable el mundo. El sentido, y la capacidad de supervivencia, te los da el hecho de poder compartir con los demás.

jueves, 2 de mayo de 2013

Recuerdos sobre ruedas

Algo tiene el sonido de las piedrecitas reventándose con el rodar de las llantas. El polvo que se arrastra, las zanjas que se sortean con leves timonazos y ese sonido tronador... algo tiene esta experiencia que, para muchos, no será la gran cosa. Sin embargo, a mí me reconforta.

Ha de ser porque me dan las mismas sensaciones de cuando era niña y visitaba a mi abuelita, en Rabinal. Mis tías hacían la mayoría de trayectos en una bicicleta con llantas delgadas y manillar hacia abajo, de las que te obligan a poner el torso en paralelo con el marco. Pocas veces las acompañé sentada en el tubo mientras ellas pedaleaban. Seguramente mi tamaño era el adecuado, pues mi mente no tiene registro de incomodidades. Más bien creo que se combinaban en mi corazón infantil, el susto con la alegría.

En el Rabinal de aquel entonces, no había caminos pavimentados ni de concreto. Todo el terreno era de arcilla y estaba bastante erosionado. Las angostas zanjas que dejaba el paso de la lluvia nos hacían rebotar sobre el sillín. Todavía no sé cómo nunca nos accidentamos, especialmente en aquella bajada en la que yo veía volcanes y por la que mis tías pasaban la bicicleta con la habilidad de quien conduce en lo plano.

Tenía tan engavetada esta experiencia sensorial, que me sorprendió ayer, cuando salí a explorar los alrededores de mi nuevo refugio. Ahora que tengo mi propia bicicleta, debo repetirla más seguido. Había olvidado que mientras el viento azota sus brazos en mis oídos, tengo la certeza -y la disfruto- de que solo existimos mi juguete, las aves, los árboles, las piedras, las cigarras y yo.

Ahora no pedalean mis tías, ni voy sentada en el tubo, y mi tamaño es más grande que el de mis recuerdos, pero puedo volver a cerrar los ojos y sonreír con esa misma mezcla de susto y alegría, como cuando era niña.