lunes, 8 de diciembre de 2014

Ocho meses a cambio de una hora

De un día para otro la vida nos sorprende con gozos y tristezas que cambian nuestros sueños, nuestros planes. Y ante esas sorpresas nos sentimos vulnerables, inyectados de adrenalina, o con la duda de cómo reaccionar para asimilarlas.

Pienso, por ejemplo, en cómo habrán reaccionado los familiares de esos cuatro niños que comieron sopas instantáneas una noche y que al día siguiente se alistaban para sus funerales y entierros. Pienso también en esa tarde en la que se me ponía la piel de gallina leyendo en Facebook que Juan Carlos había muerto, cuando apenas unas horas atrás me estaba mandando sus abrazos por Skype.

Pienso en mi Mateo, en lo feliz que me sentí aquel mediodía que le canté la canción que le hice, la que a mí me daba esperanzas y a él lo hacía patear y moverse en mi panza. Pienso en el miedo del primer calambre al final de la cena y en cómo dudamos con su papá si nos íbamos al hospital o dejábamos de alarmarnos. Pienso en el momento en el que, desde la camilla, conectada a todas esas cosas sin nombre, tomé la cara de mi esposo para confesarle que no estaba lista para lo que venía. Pienso en sus lágrimas cuando Mateo salió de entre mis piernas y nos sorprendió sobre mi pecho con su débil llanto.

Pienso en esos ocho meses en los que le di vida a Mateo sabiendo que él, a cambio, nos daría apenas unos minutos, una hora. Pienso en su piel tan suavecita, en el calor que poco a poco se fue enfriando, en sus piernas blandas y su enorme torso, en su pelo abundante y su nariz redonda. Pienso en la belleza que su papá y yo fuimos capaces de crear. Pero también pienso en lo diferente que se veía Mateo en el pequeño ataúd, en el frío que hizo ese día en el cementerio, en los sollozos que oía a mis espaldas.

Pienso que valió la pena haber decidido esperar tantos días por ese momento, esa pequeña alegría de verlo, olerlo, abrazarlo, aunque sea una hora, y de llorarlo todo lo que lo he llorado. Porque gracias a esa hora de vida su papá y yo valoramos cada día los momentos de gozo, porque reconocemos que no hay certezas para el mañana y que, a pesar de no tenerlas, nos hace bien seguir haciendo planes, seguir soñando en medio del dolor y la tristeza. Esa es la única manera de reaccionar que hemos encontrado para sobrevivir a las sorpresas.